El privilegio de ser lector, que es mucho más que poder descifrar signos, nos reserva intensos e infinitos festines. Para algunos, si el menú incluye el tema de los sueños y de la locura, el goce está asegurado de antemano; pero si además proviene de una pluma como la de Cervantes, o de una Remington como la de Juan Carlos Onetti, la tentación es mucho más fuerte que cualquier otra cosa.
Y a los lectores nos va pasando que las nuevas lecturas alimentan otras (pues incluso una misma obra, al releerla en distintas etapas de la vida, seguro que ha cambiado). En ocasión de cumplirse los cuatrocientos años desde que el narrador más grande la lengua española publicó la primera parte del “Quijote”, cabe vincular esa novela con el relato de Onetti “La novia robada”: otra magistral representación de la locura, sólo que, en versión femenina y uruguaya.
Imposible escapar de una primera reflexión: ¿qué es quedar loco? ¿qué es la locura? ¿a quiénes llamamos locos?: llamamos locos a todos aquellos que no repiten lo mismo y se empeñan en ser lo que deciden, lo que sueñan, lo que desean, y mostrarlo sin máscaras ante sus cercanos, que no suelen convertirse en ese caso en sus prójimos (próximos), sino muy por el contrario: conjurar el peligro, aislándolos.
Excúseme el lector de este artículo de narrarle (blasfemarle) lo que magistralmente creó Onetti. Simplemente digamos para quien, desprevenidamente, sigue a esta altura interesado en esto que está leyendo, que la protagonista del cuento es Moncha Insaurralde (o Insurralde, pues el narrador deja la duda), una habitante de la ciudad mítica del narrador uruguayo (Santa María), perteneciente a una “buena” familia, que luego de una puta vida en el falansterio de la ciudad, se va a Europa buscando “un cambio de piel”. Mas –obviamente sin conseguirlo, al menos en el sentido convencional—vuelve a su ciudad con el vasco empeño de casarse con Marquitos Bergner, para reconvertirse de prostituta a señora, y siendo ese casamiento la condición necesaria para intentar, al menos, ese cambio, pasa totalmente por alto el hecho de que Marcos hace tiempo ya que había muerto. Por lo tanto Moncha dedica el resto de su vida a casarse: se hace un vestido de novia que se convierte desde entonces en una segunda piel y finalmente en mortaja, cumple metódicamente un nocturno ritual religioso en el jardín amurallado de su casa, que a veces deja para encerrarse en una botica con una pareja homosexual, dando lugar al escándalo (no solamente esto último, obviamente, sino todo lo que hace) entre una comunidad en la que, por entonces, “nada pasaba”.
Hay muchos puntos en común entre “La novia robada” y la genial novela de Cervantes. Por ejemplo, se puede vincular naturalmente el vestido de novia de Moncha con la armadura de Quijote, puesto que como lo dice la sabiduría popular “el hábito hace al monje”, y bien lo saben ambos personajes, pues al empezar a vivir su etapa de locura, han encontrado que lo primero es “caracterizarse”. Y ambos comprenden cabalmente que la caracterización es eso: una máscara; nada importa que no sea real, si el código es el de los sueños. No olvidemos que el casco de Quijote era de cartón, su armadura estaba herrumbrada, su caballo era un rocín y nada le impedía en cambio vivir impactantes aventuras en andas de sus sueños. El vestido de Moncha tampoco es realmente un vestido de novia, porque ella no puede ser novia, pues el novio está muerto, y hasta está muerto el cura que ella vascamente sostiene que es quien la va a casar.
Una con su vestido blanco y el otro con su armadura, salen ambos al exterior, pero no salen de sus mundos: van en una especie de burbuja que les evita la contaminación por la realidad y van cumpliendo así con continuas trasgresiones para burla, compasión, asombro, miedo, por parte de los demás, para hilvanar un destino elegido, sin atender a los recortes que la realidad haya querido interponerles.
Hasta que cometen una última trasgresión: mueren porque así lo deciden y quizá en cumplimiento de la única salida posible y definitiva del mundo que tozudamente insistía en combatir sus infinitos de ensueño. Eligen no contribuir con sus historias al empobrecimiento imaginario de la vida
Estos “locos cuerdos”, estos “dulces locos”, nos abren así la ventana de la alteridad para que los privilegiados lectores disfrutemos de sus elecciones, y nos cuestionan para que pensemos cuál es la verdadera locura: si el camino que ellos eligen o aquel que consiste en pensar que un hombre puede vivir sin fantasía. A Quijote al menos (tanto como a Moncha y a diferencia de los “cuerdos”) la locura lo cura. La fantasía de ambos es capaz de convertir en victoria sus derrotas cotidianas. ¿Puede anhelarse mejor cosa?
Rossana Migliónico Molina
(Publicado en “Brecha”, suplemento especial, 2005)